Imagen de Frostpunk. En el juego, esta imagen sale cuando los exploradores llegan a Invernia por primera vez. Podemos ver a dos exploradores llegando a la ciudad de Invernia, que encuentran en ruinas. Uno de los exploradores está de rodillas, abatido. El generador, la torre que proporciona calor y energía a la ciudad, ha explotado. En el fondo podemos ver multitud de edificios en ruinas. Todo está cubierto de nieve.
Frostpunk
y la política en el videojuego
Publicado el 3 de noviembre de 2024
Últimamente he estado jugando mucho a
Frostpunk
. Para los despistados,
Frostpunk
es un videojuego en el que el jugador toma el rol de alcalde de una ciudad en un mundo congelado donde la supervivencia es durísima. El juego consiste en tomar todas las decisiones de gobierno: qué leyes se aprueban, qué edificios se construyen y dónde, a qué tareas se dedica la fuerza de trabajo, qué se produce en las fábricas, qué avances tecnológicos se investigan, qué edificios tienen permitido encender la calefacción... Aunque tiene un modo infinito, el principal modo de juego consiste en varias historias en las que la ciudad tiene que sobrevivir a una serie de eventos a lo largo de varios días. Se gana llegando al último día habiendo cumplido los objetivos necesarios en cuestión de edificios construidos y recursos acumulados y habiendo evitado que muera toda la población. En cada historia hay también objetivos secundarios opcionales que el jugador puede intentar lograr si quiere.
Frostpunk
tiene una visión bastante ingenua de la política. Cada uno de los escenarios puede ser visto como un puzle en el que hay una serie de soluciones correctas, de conjuntos de decisiones y acciones que harán que el jugador gane. La victoria es binaria e inambigua. O se gana, o no. Para cada uno de los objetivos secundarios, lo mismo. O se logra el objetivo, o no. Además, siempre es posible ganar y lograr todos los objetivos secundarios. No hacerlo significa no haber sido lo bastante hábil jugando al juego. Desde el punto de vista de
Frostpunk
, la política es mera cuestión de gestión. Hay unos objetivos a alcanzar que son universalmente buenos, y gobernar es el acto de tomar decisiones para alcanzar esos objetivos. Un buen gobierno es aquel que es capaz de alcanzarlos todos y no ceder en nada.
Una mecánica que me parece especialmente llamativa de Frospunk es la de “cruzar la línea”. Hay una serie de acciones que el juego permite al jugador hacer y que son convenientes desde el punto de vista económico pero que considera moralmente reprochables. Algunos ejemplos son aprobar el trabajo infantil, hacer triaje en hospitales o instaurar la inquisición para perseguir a los infieles. Si el jugador hace cualquiera de éstas, habrá cruzado la línea. Ganar sin cruzar la línea desbloquea un logro de Steam. Desde el punto de vista del juego, gobernar de manera ética es un desafío más, un modo adicional de dificultad. Tener que requerir a las leyes que “cruzan la línea” no es una decisión o una diferencia de prioridades sino una habilidad insuficiente como jugador, que no es capaz de ganar sin ellas.
Esta visión de la política es ingenua porque en el mundo real la política consiste en la gestión de conflictos irresolubles. Diferentes personas tienen diferentes prioridades y escalas de valores, y a menudo son incompatibles. Hacer algo que favorezca a algunas muchas veces desfavorecerá a otras, y viceversa. La gestión es una parte importante de la labor política, pero reducir la política a esto es simplista. Muchas veces no existe la solución mágica que deje contento a todo el mundo. Por supuesto, en la política no existe una condición de victoria única e inambigua con la que todo el mundo esté de acuerdo. Distintos partidos políticos y corrientes de pensamiento no representan diferentes estrategias de gestión sino diferentes prioridades y valores.
La principal razón por la que
Frostpunk
y todos los demás juegos del estilo están diseñados así es para hacer el juego más agradable de jugar. Se suele considerar buen diseño que el juego tenga una condición de victoria alcanzable y que dé al jugador las herramientas necesarias para ello. Nuestras convenciones de diseño nos dicen que un jugador hábil debería ser recompensado por su habilidad. Jugar al juego correctamente debería ser satisfactorio. La política real en cambio es frustrante. No siempre se puede lograr lo que uno quiere. Hay que negociar y ceder. A veces se pierde. A veces la solución perfecta es imposible. A veces incluso cuando se “gana” formalmente, de acuerdo a las reglas del sistema, no se logra el resultado deseado. Un videojuego con estas características sería considerado injugable por la mayoría de la población.
Curiosamente lo más parecido a la política real en el videojuego la encontramos en el gameplay emergente de videojuegos multijugador. Si montamos un servidor de
Minecraft
con nuestros amigos seguramente tendremos que poner algunas normas para no terminar matándonos unos a otros. A lo mejor a un amigo le gusta construir estatuas gigantes de
pixel art
de lana y a otro le gusta prender fuego a cosas y jugar con TNT, y ambas actividades en el mismo espacio son incompatibles. Se tienen que establecer reglas y mecanismos para gestionar ese conflicto. Servidores más grandes con cientos de personas, a menudo desconocidas entre sí, necesitan establecer códigos de conducta y personas dedicadas a la moderación para evitar acoso y discursos de odio entre otras cosas. Lo que a estos juegos les falta, en su representación de la política, es cualquier tipo de dirección o mensaje. Lo único que hacen es proporcionar un espacio compartido y a partir de ahí que cada uno se apañe como pueda. Un servidor compartido de
Minecraft
requiere gestión política, pero no dice nada sobre la política.
La razón por la que me parece importante destacar este aspecto sobre
Frostpunk
y juegos de gestión similares es porque la idea de la política como mera gestión es sorprendentemente frecuente de encontrar en muchas personas y es profundamente antipolítica. No entender que la política es una cuestión de prioridades puede llevar a no entender lo que suced, a malinterpretar estrategias con las que no estamos de acuerdo como incompetencia, a infravalorar el trabajo y las dificultades que tiene la labor política real o a caer en discursos demagógicos tecnócratas.
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