The Stanley parable, Firewatch, Florence: la interactividad sin desafío
Publicado el 5 de septiembre de 2020
El término
walking simulator
, antes de ser reapropiado con orgullo como el nombre de un género, fue un término despectivo que un sector de la crítica dio a unos juegos que desafiaron uno de los principios hasta entonces fundamentales del medio: la necesidad del desafío como eje vertebrador de la obra. En su origen, los walking simulators fueron vistos como poco interactivos o incluso no interactivos por un sector de los jugadores. De ahí el nombre: juegos que lo único que hacen es simular al jugador andando por un escenario. Sin embargo, los buenos walking simulators son esencialmente interactivos. No podrían ser si no fueran interactivos. La diferencia está en que lo son de formas distintas y con objetivos distintos al videojuego tradicional, y por eso se enfrentaron a esta incomprensión inicial.
Al principio no había nada, y un científico del laboratorio de Brookhaven creó
Tennis for two
, un simulador de pingpong cutre que fue el primer videojuego, y que al no estar patentado años más tarde acabaría convirtiéndose en el archiconocido
Pong
. Ya desde el principio, el videojuego ha estado ligado al concepto de juego, pues no era más que la digitalización del mismo. El ordenador no sería en principio más que un balón muy sofisticado. Y el juego ha estado desde siempre ligado al desafío. Los griegos en la antigüedad organizaban juegos olímpicos en los que hacían competiciones de atletismo y lanzamiento de jabalina o disco, por ejemplo. Desde niños los juegos a los que jugamos, como el escondite o el pillapilla, tienen un componente de competición. También los juegos de cartas y los de mesa tienen claras condiciones de victoria y derrota y cuentan con que los jugadores intentarán ganar. El juego ha estado siempre ligado a la competición, y era natural que el videojuego heredara esta condición.
El siguiente paso comenzó en la era de las recreativas y se consolidó en el salto a las consolas en casa. El videojuego pasó del mus al solitario, de competir contra otros jugadores a competir contra las reglas del juego y los retos que éste va lanzando. Así, tuvimos
Space invaders
,
Asteroids
y
Pacman
entre otros. Todavía en la era de las recreativas se mantuvo el componente competitivo mediante las tablas de puntuaciones más altas y mediante la simple dinámica social de ver a otra gente jugar y que surgiera el pique, pues las recreativas eran lugares sociales. Esto desapareció mayormente en el salto a las consolas. Lo que no desapareció sin embargo fue el hecho de que el videojuego estaba principalmente vertebrado por un componente de desafío. Ahora no se competía contra otros jugadores sino contra la máquina, pero en esencia el videojuego seguía consistiendo en una serie de retos de razonamiento y reflejos que el jugador tenía que resolver. Esta tendencia a lo largo de tantos años ha llevado a que en la mente de muchos sea el desafío la cualidad que define al videojuego como medio.
A partir de los 90, y cada vez más con el paso del tiempo, el videojuego comenzó a intentar tratar temas más complejos en sus obras. Con los años, incluso parte de los grandes lanzamientos de presupuesto multimillonario se apuntaría a esta tendencia. Si observamos obras recientes como
Bioshock
,
The last of us
,
Red dead redemption
o
The witcher III
, podemos encontrar un intento de presentar personajes tridimensionales, narrativas elaboradas y conflictos dramáticos interesantes con los que intentan abordar temas complejos. Hasta el último
God of war
va sobre ser padre y sobre conciliar la educación de un hijo con un pasado del que uno no se siente orgulloso. Y, bueno... También va sobre dar hachazos en la cara a dioses nórdicos y gigantes de hielo... Y esto es principalmente una consecuencia de la incapacidad del videojuego de emanciparse de la necesidad de ser desafiante. Hay una disociación total en estas obras entre lo que es jugable y lo que no. Estos juegos son dos obras en una. Una colección de niveles de pegar tiros o dar espadazos a cosas que se intercalan con escenas de una película. Ésta es una aproximación muy conservadora al medio. Limitarse a usar los recursos del videojuego para hacerlo divertido y plantear desafíos y recurrir a los recursos del cine, que ya están muy desarrollados y nos los conocemos muy bien, para contar historias y transmitir lo que realmente se supone que son el tema y las ideas de la obra. Quizá
The last of us
parezca librarse un poco porque la trama va del peso psicológico que la violencia deja sobre sus personajes, pero incluso si eso alivia la disonancia ludonarrativa sigue pecando del mismo diseño conservador. Además, si ésta es la forma en la que contamos historias, ¿qué pasará cuando queramos hablar de algo que no sea la violencia?
Por otro lado, en los últimos años ha surgido una corriente de desarrolladores, sobre todo dentro del videojuego independiente, que ha sabido ver que aquello que realmente define al medio es la interactividad y que el desafío no es más que una de las muchas cosas que se puede hacer con ella. Sería como decir que aquello que define al cine es el suspense, y no la imagen en movimiento sincronizada con el sonido. Estos desarrolladores han sabido experimentar con el lenguaje del videojuego y desarrollarlo para crear unas obras innovadoras, que son capaces de comunicar a través de sus mecánicas. El walking simulator es quizá el género más conocido de esta corriente, pero desde luego no el único. En este texto me gustaría indagar un poco en cuatro obras que han sabido hacer de la interactividad una forma de expresión rica, compleja y profunda. Cuatro obras que demuestran las enormes posibilidades del videojuego como forma de arte.

The Stanley parable

The Stanley parable
podría encajar a primera vista en esa descripción despectiva del walking simulator que mencionábamos antes. Realmente es un juego en el que sólo se puede andar. ¿Qué tiene de interesante, pues? En
The Stanley parable
jugamos como Stanley, un empleado cualquiera de una oficina cualquiera que un buen día se da cuenta de que todo el mundo ha desaparecido y se pone a recorrer la oficina. Pero es que además hay algo más. Hay un narrador, una voz en off que describe lo que Stanley va haciendo. Aquí hay ya un elemento interactivo esencial: lo que el narrador dice depende de lo que Stanley haga. Pero es que hay más. Hay un momento cerca del principio del juego en el que Stanley llega a una sala con dos puertas, una roja y una azul, y el narrador dice: “Stanley entró por la puerta roja”. Pero las dos están abiertas, y Stanley todavía no ha hecho nada. En ese momento, el jugador tiene la libertad de obedecer al narrador o cruzar la puerta azul. Las decisiones que tome el jugador cambiarán las respuestas del narrador y, a la larga, irán moldeando la relación entre ambos. En algunos de los caminos el narrador se enfada con Stanley, en otros se limita a dictar lo que hacer, a veces intenta volverse su amigo para convencerle de que le haga caso, o intenta negociar.
Lo que
The Stanley parable
consigue hacer, y hasta ahora no he visto en ningún otro lugar, es comedia interactiva. En un género mayormente pasivo como la comedia, donde por lo general tienes al cómico que habla y al público que ríe,
The Stanley parable
invita al jugador a experimentar con el cómico, a buscarle las cosquillas, a preguntarse qué pasaría si… Si obedece, si no obedece, si se queda quieto, si da media vuelta y se vuelve por donde ha venido, si va alternando entre obedecer y no, si se mete por este callejón que parece que el narrador ha pasado por alto… Cada una de estas combinaciones se ramifica en locos caminos que convierten el edificio de oficinas en una caja de sorpresas, siempre acompañadas por la voz del narrador en sus distintos estados de ánimo. Como vemos,
The Stanley parable
es esencialmente interactivo. La forma en la que formula su comedia necesita de la acción del jugador para poder funcionar, y no tendría sentido sin ella. Decir que
The Stanley parable
no es interactivo porque no es difícil es pasar por alto uno de los usos más creativos de la interactividad que se han dado en el videojuego. [1]

Firewatch

En
Firewatch
jugamos como Henry, un hombre que para huir de sus problemas familiares acepta un trabajo de verano como guardabosques en Yellowstone. Allí conoce a Delilah, su jefa, a quien nunca ve y con la que sólo habla por walkie-talkie. Y de eso va el juego. De pasear por Yellowstone y hablar por walkie-talkie. A lo largo del verano, Henry y Delilah irán desarrollando a través de sus conversaciones una relación muy estrecha, que no llega a romántica pero que alcanza una confianza y una complicidad muy grandes. También tiene una trama de suspense en la que se investiga un misterio por el parque, pero esta es más una excusa para mantener la atención del jugador y para dar pie a esas conversaciones que el verdadero atractivo del título.
Lo que me parece realmente impresionante de
Firewatch
es la naturalidad de estas conversaciones. Las respuestas de Delilah están tan bien escritas que es fácil olvidar que estás jugando a un videojuego y dejarte llevar por la conversación. Para cuando te das cuenta, en tu cabeza ya no hay juego ni árbol de diálogos preestablecidos por los escritores, sino una conversación real con alguien que lo mismo podría ser una persona. Tus capacidades de expresión pueden parecer limitadas por las tres opciones de diálogo que te dan cada vez que puedes hablar, pero son lo bastante variadas como para que en todo momento te sientas cómodo con ellas y una de las tres se acerque a lo que quieres decir. Es también destacable la forma en la que esta relación se va construyendo. Cómo el juego te permite en los primeros días recurrir al humor para aligerar la conversación y alejarla de temas de los que no quieres hablar, escudándote en la ironía para evitar ser vulnerable. La forma en la que la confianza de la relación se empieza a construir sobre el humor y la trivialidad, para con el paso del tiempo llegar a profundizar y cada uno mostrar al otro lo que le preocupa. Y también la capacidad que te da el juego para elegir mentir u omitir cosas sobre tu pasado, que por otro lado hace pensar si Delilah no estará haciendo lo mismo. En general, una relación, en la que uno no termina de mostrarse del todo ni de conocer del todo al otro, pero de la que se enriquece en tanto en cuanto es capaz de dejar caer esas barreras y ser vulnerable. Una oda al placer de hablar bien con otra persona, de llegar a conectar.
La otra cosa en la que
Firewatch
triunfa es en sus paseos por los bosques, montañas y arroyos de Yellowstone, rodeado por el ruido de los pájaros y bajo la luz de esos rayos crepusculares y esos atardeceres tan rojos. ¡Hasta te dan una cámara de fotos! Es como si el juego te estuviera pidiendo que te perdieras por los bosques a disfrutar de la atmósfera y simplemente existir en un entorno tan bello y apacible. Aunque es cierto que conforme avanza la trama cada vez hay una sensación de urgencia mayor, y el suspense alimenta la curiosidad de forma que terminas tirando cada vez más del botón de correr para llegar cuanto antes, la primera hora de juego es una invitación abierta a olvidarse de todo y disfrutar de un buen paseo por el monte.

Florence

Uno de los recursos más antiguos y universales en el arte es la metáfora. Distintas formas de arte han usado metáforas de distintos tipos según las posibilidades y limitaciones del medio, pero las podemos encontrar siempre. La literatura usa metáforas lingüísticas, la pintura, la fotografía y el cine usan metáforas visuales... ¿Sabéis en la última escena de
Con la muerte en los talones
(Alfred Hitchcock, 1959) cuando Cary Grant besa a Eva Marie Saint en el vagón del tren y justo después corta al plano del tren entrando en un túnel? Bueno, pues así es como follaban los personajes en los años 50 para que el señor Hays no se diera cuenta. Y
Florence
Florence
hace algo realmente único del videojuego, algo imposible para cualquier otro medio: metáforas mecánicas.
Florence
nos cuenta la historia de una relación romántica. En realidad, la historia que cuenta es la misma que la de
La La Land
(Damien Chazelle, 2015), una relación importante en la vida de dos personas, que tristemente termina y es duro, pero de la que ambos salen más sabios y más fuertes gracias a la influencia positiva que el uno ha tenido en el otro. De hecho, el final me recuerda mucho a la escena de la película de Chazelle del bar de jazz en la que vemos que ambos han alcanzado su sueño, y sobre todo a la última escena de
La vida de Adèle
(Abdellatif Kechiche, 2013), sólo que esta vez vista desde el otro lado. Sin embargo, lo que podemos apreciar es cómo los recursos que usa
Florence
son totalmente distintos. El juego comienza con ella viviendo sola y usa una serie de minijuegos para mostrarnos el tedio de la rutina. Son principalmente aburridos, porque así es como ella se siente. Un día conoce a Krish, un chico que toca el chelo en la calle. A partir de entonces los minijuegos rutinarios de repente se vuelven mágicamente más fáciles y a veces hasta se completan solos. ¿Os acordáis del montaje musical en
La La Land
en el que vemos lo felices que son a lo largo de un verano y hasta los contenedores son de color rosa? Pues esto viene a ser lo mismo, pero contado a través de la acción en lugar de la imagen. Hay un momento, al principio de la relación, en el que el jugador tiene que completar bocadillos de cómic con piezas de puzle, simulando una conversación. Al principio lleva un tiempo. Los puzles tienen bastantes piezas. Pero conforme avanza la escena y
Florence
cada vez se siente más cómoda se va volviendo más fácil. De repente todo encaja y sale solo. Más adelante, cuando la relación empieza a deteriorarse, hay un minijuego análogo pero esta vez es mucho más difícil. Las piezas no encajan, como si costara encontrar qué responder. Además, mientras al principio las piezas tenían formas redondeadas y agradables, ahora son angulosas y afiladas. Y los bocadillos, de color rojo esta vez, en vez de irse se quedan flotando alrededor de los personajes, creando una nube ominosa que los envuelve. Al jugar estas dos partes, el jugador rellena en su cabeza los bocadillos con sus propios recuerdos. Es imposible no evocar en este momento todos esos momentos maravillosos en los que todo era fácil y salía solo y todo lo que se decía era interesantísimo, y también las conversaciones muertas que no iban a ningún lado, las dudas, las discusiones por cualquier tontería, las cosas horribles dichas sin pensarlas demasiado y las noches sin dormir.
Cuando
Florence
se muda a vivir con su pareja, hay un minijuego en el que hay que poner las cosas de los dos en un armario y no hay sitio suficiente para todas. El jugador tiene que decidir qué quedarse y qué tirar. Cuando rompen, el juego te pide que metas las cosas que eran tuyas en una caja. Al jugar la segunda, nos acordamos de todas esas cosas que tiramos porque no cabían y que ahora que volvemos a tener sitio echamos de menos. Pero, más importante, vemos desde la perspectiva del paso del tiempo nuestra mentalidad a la hora de jugar el primer minijuego. De repente el juego nos recuerda ese momento en el que creímos que era para siempre, y que esas cosas que tiramos eran nada comparado con todo lo que estábamos ganando. Con algo tan tonto como un minijuego en el que tienes que arrastrar cosas de un armario a una caja, el juego pone ante nosotros un espejo en el que nos vemos reflejados, frágiles e ingenuos. También es muy poético el momento en el que el jugador tiene que completar un puzle con una imagen de los dos, pero el viento se lleva volando las piezas, metáfora de esos últimos intentos desesperados por salvar algo que ya se ha acabado. O cuando después de romper, vemos en una escena a
Florence
y su ya exnovio que pasean juntos, pero ella anda un poco más rápido. El juego nos deja pararnos a esperar todo lo que queramos, pero no avanzará a la siguiente escena hasta que hayamos dejado a Krish atrás.
El juego es una sucesión constante de metáforas jugables, muchas de ellas muy acertadas a la hora de mostrar mediante la acción. Jugar a
Florence
es una experiencia catártica, transformadora, capaz de evocar con muchísima viveza y de redefinir de arriba abajo en la escasa hora y media que dura aquello que uno creía posible contar a través del videojuego.

Everything is going to be ok

Everything is going to be ok
es un juego extraño. Se trata de una colección de minijuegos independientes mediante los cuales la autora intenta transmitir sus dificultades y contradicciones frente a diversas situaciones de la vida. La verdad es que cuando lo jugué me estaba pareciendo bastante cutre e insulso hasta que llegué a un minijuego en concreto. En él, jugamos como el amigo en el que se apoya una persona con depresión que está pasando justo ahora por uno de sus momentos más bajos. Nuestra tarea es intentar consolar a esta persona y hacer que se sienta un poco mejor. La jugabilidad es simple: tenemos tres opciones de conversación bastante abstractas que podemos elegir cada vez y tras cada una vemos la reacción de la otra persona. Lo que es realmente impactante es el poco sentido que las reacciones parecen tener a nuestras acciones. Durante años, el videojuego nos ha acostumbrado a sistemas lógicos que podemos resolver mediante la razón. A usar ataques de fuego contra pokémons de tipo planta, lanceros contra caballeros, si nos envenenan usamos un antídoto, si nos atacan con fuego necesitamos una armadura de agua... Y de repente,
Everything is going to be ok
nos enfrenta a un sistema impenetrable en el que nada parece tener sentido. Las muestras de afecto que a veces encuentran agradecimiento y son recíprocas, a veces consiguen enfadar aún más o causar miedo o desconfianza. Uno avanza por el juego a tientas, probando cosas guiado un poco por la intuición y un poco por los patrones que cree detectar, encontrándose alternativamente con el triunfo o con el fracaso sin que nada parezca tener mucho sentido. Es una experiencia caótica y frustrante. El jugador siente en este momento una desconexión total entre lo que él cree entender sobre cómo una persona debería reaccionar y lo que se encuentra. Y ¿sabéis qué? Es exactamente así. Este juego consigue hacer sentir la misma confusión y la misma sensación de desconexión que vivir la situación en la vida real, cuando uno es ese amigo en el que se apoya una persona con depresión en los malos momentos. Ese conflicto, entre la frustración porque nada funciona y no entiendes nada y la empatía que te lleva a intentar ayudar a alguien que está patentemente mal, se siente casi con la misma fuerza. Ese sentimiento de culpa que te lleva a ignorar el peso emocional y el estrés que te produce el pasar por esto una y otra vez, porque no puede ser que te quejes tú cuando mira lo mal que lo está pasando la otra persona, está de alguna forma en el juego y consigue aflorar en los peores momentos. No conozco ninguna obra, en ninguna forma de arte, que haya conseguido hacerme vivir esa situación con la fuerza y la intensidad con la que lo logró
Everything is going to be ok
. Al final tuve que cerrar el juego. Lo estaba pasando mal. Me angustiaba demasiado. Y la verdad es que no lo he vuelto a abrir, pero aún tres años después sigue rondando por mi memoria como una de esas experiencias únicas ante una obra de arte.
Si este pasaje de
Everything is going to be ok
funciona es porque nos hace jugarlo. Es el hecho de tener que decidir qué decir lo que nos obliga a empatizar con su personaje y en última instancia a pensar como si estuviéramos en esa situación. Si el juego es capaz de evocar con tanta intensidad es gracias a que nos hace vivirlo en vez de ser meros espectadores pasivos, gracias a que consigue que por nuestra cabeza pasen los mismos pensamientos, las mismas dudas y las mismas frustraciones, no como reflejo de lo que estamos viendo vivir a un tercero sino como experiencias en primera persona. Todo esto funciona porque sus reglas y su interacción con nosotros se asemejan, aunque sea desde la abstracción, a las de la realidad. Es decir, porque usa con efectividad el lenguaje propio del videojuego.

Conclusiones

Cuando el videojuego se emancipa de la necesidad de ser desafiante y adopta la interactividad como medio para hablar de los temas de los que quiere hablar, puede crear obras que digan mucho más o que evoquen con más intensidad de lo que se ha llegado a hacer hasta ahora. La forma en la que el videojuego crea dramatismo no es mostrando a un personaje con sus pensamientos y sus conflictos para que el espectador lo observe y se refleje en él, sino permitiendo al jugador ser el personaje, tener esos pensamientos y vivir esos conflictos, y para eso necesita que las mecánicas del juego emulen, aunque sea desde la abstracción y la metáfora, las reglas de ese conflicto. La narrativa, sobre todo en la forma en la que la conciben la literatura o el cine, no es el futuro del videojuego, ni debería ser el recurso de facto para tratar de abordar temas complejos. De hecho, es la opción conservadora que recurre a un lenguaje de otro arte más limitado rechazando las posibilidades únicas de su medio. Cualquiera de las cuatro obras que he mencionado arriba usa aquello que es exclusivo del videojuego, la interactividad, para transmitir de una forma que es imposible fuera del medio. Estas obras son verdaderas proezas del uso de la interactividad como forma de comunicación, creadoras de una nueva sintaxis, y deberían estar entre nuestras referencias a la hora de hablar de lo que el videojuego como arte es capaz de expresar.

Notas

[1] Para los interesados, recomiendo muchísimo
esta charla
que William Pugh, uno de los diseñadores de
The Stabley parable
, dio en la GDC hablando sobre la comedia en el videojuego, que además de interesantísima consigue resultar hilarante.
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