Sin perdón y lo mítico
Publicado el 18 de agosto de 2020
Todas las naciones han buscado en su pasado material con el que dotarse de una identidad nacional de carácter legendario. Lo hicieron ya los romanos en leyendas fundacionales como Rómulo y Remo o la Eneida. Los estados europeos durante el romanticismo construyeron su identidad nacional sobre sus leyendas medievales, ya sean Covadonga, Camelot, los Nibelungos o Roldán y Carlomagno. Estados Unidos se encontraba ante la peculiar tesitura de ser un país muy joven, y desde luego sin historia medieval, de forma que tenían poco sobre lo que construir ese pasado nacional legendario. Podrían haberlo hecho sobre su guerra de la independencia, como harían los países latinoamericanos elevando a leyenda la figura de Simón Bolívar, pero en vez de eso optaron por esa gran Eneida colectiva para llevar la civilización a los rincones más remotos de su inmenso territorio que fue la conquista del Oeste.
El principal forjador de mitos estadounidense ha sido desde sus inicios Hollywood, lo que explica por qué el western es principalmente un género cinematográfico, a pesar de que exista también en la novela, por ejemplo. Así, sería Hollywood, tanto durante el periodo mudo como el clásico, el principal constructor del mito de la conquista del Oeste de la mano de nombres como John Ford, Howard Hawks o William Wyler entre otros.
En los sesenta y setenta las sensibilidades de los estadounidenses se vieron drásticamente alteradas por acontecimientos como el fiasco de la guerra de Vietnam o el escándalo Watergate, el recambio generacional que trajo ideas nuevas como el movimiento hippie o la revolución sexual, y con la revolución estética de la Nouvelle Vague, la generación Beat o el cine independiente de la escuela de Nueva York. Esto supuso una total revolución del cine estadounidense, que hoy llamamos el Nuevo Hollywood, que por supuesto afectó también al western. Influido también por
El hombre que mató a Liberty Valance
de John Ford y por los spaghetti western de Sergio Leone, surgió el western crepuscular, que se ensañó principalmente con la dimensión mítica del género, mostrando que el territorio de frontera no era tan chachi pistachi como nos lo habían pintado.
El western se volvió más violento, y a la vez más crítico con esa misma violencia. Tradicionalmente los tiroteos habían sido representados como escenas de acción, y disparar era algo fácil y consistía más es una prueba de destreza para el protagonista que un acto de asesinato. Los malos solían morir rápido y sin sangre, cayendo al suelo, preferiblemente del caballo, con mucho aspaviento y gesticulaciones ridículas. En el crepuscular sin embargo los tiros duelen y los personajes sangran y gritan de dolor. Pero es más que eso. Ahora la violencia tiene consecuencias. Se reconoce la dificultad psicológica de matar y el peso moral que va acumulando sobre el pistolero, y se representan las dinámicas sociales causadas por la violencia de forma claramente negativa. Si antes el pistolero era un intruso benefactor que aparecía cabalgando desde el horizonte para desfacer entuertos cual caballero andante, ahora es un ser temido, marginado de la sociedad, viviendo en el límite de la precariedad y obligado a la violencia como último recurso para sobrevivir. No es de extrañar que por eso el western crepuscular suela suceder en las últimas dos décadas del siglo XIX, cuando tanto el ferrocarril como la ley se habían extendido ya a la mayor parte del país. El protagonista del western crepuscular no es ya un héroe sino un personaje que no ha cambiado en un mundo que sí que lo ha hecho a su alrededor, y que se ve ahora excluido de él, como el Billy el niño de
Pat Garrett y Billy the Kid
(Sam Peckinpah, 1973), o el Jeremiah Johnson de
Las aventuras de Jeremiah Johnson
(Sydney Pollack, 1972).
Y tras esta introducción de cuatro párrafos, hablemos de
Sin perdón
(Clint Eastwood, 1992). Este western crepuscular narra la historia de William Munny, un conocido asesino y ladrón que lleva diez años alejado de toda violencia para cuidar de su granja y sus hijos. A Munny se le presentará un último trabajo, matar a dos tipos que han cortado a una prostituta en la cara, dejándole cicatrices para siempre, a cambio de un dinero que le hace mucha falta. El viejo pistolero se embarca en esta última aventura que lo vuelve a introducir en una espiral de violencia de la que creía que ya se había librado. Sin embargo, lo más llamativo de
Sin perdón
no es su trama, sino su intento de volver a mitificar el western desde el crepuscular. Eastwood asume completamente todos los elementos de su género, pues otra cosa no tendría sentido. Un western de John Wayne en 1992 sería algo completamente anacrónico. Es más, consciente de esto la película alude explícitamente a los mitos del Oeste para destruirlos, en el chaval que, llena la cabeza de historias de pistoleros, parte para intentar cobrar la recompensa y tras matar a un hombre por primera vez se da cuenta de lo que ha hecho y arrepentido abandona las armas para siempre y vuelve con su familia, y en el escritor y biógrafo del pistolero Bob el inglés, que al encontrarse con alguien que conoció a Bob en su juventud descubre que todas las historias que éste le ha contado en realidad eran falsas o estaban enormemente alteradas, y que Bob no era en realidad ni tan hábil ni tan honorable como creía. También nos encontramos este carácter desmitificador cuando el sheriff le explica al escritor que la velocidad no lo es todo en un tiroteo. Que un pistolero más hábil puede perder un duelo por no ser capaz de mantener la cabeza fría, y que la habilidad verdaderamente importante es que a uno no le tiemble el pulso al apuntar a alguien. Pero la película a la vez también intenta construir nuevos mitos desde las reglas del crepuscular. Y es que el escritor, cuando el sheriff Little Bill le cuenta las verdaderas historias de Bob el inglés, descubre que estas historias son mucho más interesantes, más humanas y más reales que todo lo que había escrito hasta ahora, y pasa a escribir éstas en su libro. Las leyendas persiguen también a Munny, que trata de dejar atrás un pasado en el que fue una persona que ahora desprecia, pero que le persigue. A lo largo de la película diferentes personajes le recordarán sus fechorías pasadas, y éste intentará negar que sucedieron o quitarles mérito. Al final, en la escena en la que se enfrenta a Little Bill y sus ayudantes en el bar, en venganza por la muerte de su amigo, le oiremos exclamar “Así es. He matado mujeres y niños. He disparado sobre cualquier cosa que tuviera vida y se moviera. Y hoy he venido a matarle a usted.” para acto seguido matar a cinco hombres él solo ante los ojos del atónito escritor. También la última frase que Munny pronuncia antes de partir cabalgando al horizonte, “No se os ocurra maltratar a ninguna otra puta, porque volveré y os mataré a todos, hijos de perra”, tiene clara vocación legendaria.
Lo que Eastwood hace en esta película, diferenciándose del crepuscular anterior y sobre todo de su nihilismo, es reconocer que sí que hubo material de leyenda en el Oeste, a pesar de que éste no sea el que nos contaron Ford y Hawks, y partiendo del espíritu crítico de su género construir unos nuevos mitos que son más reales y más interesantes que los anteriores. En este caso, una recuperación de la Orestíada en la que se muestra un claro rechazo a la mentalidad del ojo por ojo mientras se alaba claramente la ley de los hombres como protectora última de la paz, siguiendo al pie de la letra los valores y enseñanzas del western clásico mientras se actualiza su forma a los nuevos tiempos y las nuevas audiencias.
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