La (trágica) historia de amor LGBT
Publicado el 21 de octubre de 2020
Cuando pienso en películas románticas LGBT, inevitablemente me vienen a la cabeza historias de amor trágicas en las que una relación muy breve pero intensa termina inevitablemente por presiones externas. Películas como
Brokeback mountain
(Ang Lee, 2005),
Call me by your name
(Luca Guadagnino, 2017) o
Retrato de una mujer en llamas
(Céline Sciamma, 2019) por nombrar un puñado. No debería extrañar a nadie que gente que es discriminada por su orientación sexual encuentre en el arquetipo de Romeo y Julieta la base perfecta para contar su experiencia en el amor, sobre todo al explorar las primeras veces y el estar en el armario. En palabras del director Mikel Rueda "se han conseguido muchos logros, es verdad, pero todavía queda mucho por reclamar", y por eso es necesario este cine que muestra cómo la experiencia de algunos es innecesariamente mucho más dura que la del resto, por el nimio detalle de amar a alguien de su mismo género. La tragedia no sería entonces más que la sublimación de esta experiencia, que permite llevarla a la pantalla con la belleza con la que lo hacen las películas arriba mencionadas.
Sin embargo, cuando pienso en películas que tratan sobre una relación heterosexual, las más interesantes y por lo tanto las primeras que me vienen a la cabeza no tratan tanto sobre el llegar a que suceda la relación sino sobre las situaciones y los problemas que surgen en ella. Ya sea criticar las expectativas poco realistas del amor romántico, como haría
(500) días juntos
(Marc Webb, 2009), acompañarnos a través de toda una relación y una ruptura no superada como
Annie Hall
(Woody Allen, 1977), mostrarnos como una relación fallida puede ser aún así una experiencia positiva y transformadora como
La La Land
(Damien Chazelle, 2016), hacernos un retrato del lento colapso de una relación a distancia como
Nights and weekends
(Joe Swanberg y Greta Gerwig, 2008), o incluso explorar hipotéticos como una relación con una inteligencia artificial, como en
Her
(Spike Jonze, 2013), este cine ha sabido ver que la historia no termina en el primer beso, más bien empieza con él, y que una vez superado el conflicto externo existe toda una plétora de conflictos internos en el complicado laberinto de las relaciones. Y lo cierto es que las relaciones homosexuales no son muy distintas en este sentido, pero carecen en el cine de una representación tan amplia explorando sus pormenores.
Esta representación es importante porque las historias de amor trágicas mencionadas antes no evitan la sensación de otredad que flota sobre la homosexualidad. La impresión que uno recibe es que las relaciones heterosexuales y las homosexuales son dos cosas completamente distintas que se enfrentan a problemas completamente distintos, cuando éste no es el caso en absoluto. Los mismos miedos, dudas, inseguridades y sufrimientos inherentes a la vulnerabilidad a la que expone una relación y que están en el centro de películas como
Annie Hall
afectan a todas las relaciones por igual. Además, unos referentes positivos, que hacen visible la posibilidad de vivir su sexualidad en libertad y sin miedo, pueden ayudar a la aceptación generalizada y facilitar el mal trago de ese ridículo ritual que es salir del armario. Por eso, aunque amo
Brokeback mountain
, hoy quiero salir en defensa de otras obras, como por ejemplo
La vida de Adèle
(Abdellatif Kechiche, 2013), que sin dejar de reconocer la discriminación que sufre el personaje de Adèle por su sexualidad, la relega a un segundo plano para centrarse en la relación con Emma, verdadero pilar de la obra, y así ser una obra sobre el aprendizaje y el descubrimiento de una misma de su protagonista. De ahí que tenga sentido que el final de la relación se deba no a amenazas externas, sino al sentimiento de inferioridad de la propia Adèle, que en su miedo de no ser suficiente y de ser reemplazada se mete en una visión de túnel que la llevará a cometer una serie de errores que concluirán en la ruptura. El personaje de Kima Greggs en
The wire
(David Simon, 2002-2008) también atraviesa baches en la relación con su novia, pero estos se deben principalmente a su miedo a la maternidad y a su obsesión con el trabajo, que enfada a su pareja porque Kima pasa demasiado tiempo fuera de casa. El machismo y la homofobia se retratan con creces en el ámbito laboral, y así la serie puede permitirse dedicarle tiempo a la relación en el ámbito privado. Precisamente en la escena en la que Greggs y McNulty beben cerveza sentados en el capó de un coche después de que las relaciones de ambos han fracasado, la serie nos está tirando a la cara la idea de que en todas las casas cuecen habas y que la relación de Kima no es en absoluto distinta de la de su compañero por ser ella lesbiana. Por otro lado, creo importante alabar la representación positiva de
Steven Universe
(Rebecca Sugar, 2013-2019), donde personajes homosexuales viven una vida feliz y normal y que supone pasos de gigante en la construcción de una mentalidad donde la igualdad es el sentido común. En la misma línea está el personaje de Amy en
Booksmart
(Olivia Wilde, 2019), cuyo mayor problema es el despecho que siente porque esa noche la chica que le gusta no le hace caso. Que
Booksmart
sea divertida y despreocupada como tiene que ser una comedia de adolescentes en vez de comerse la cabeza con qué hacer con un personaje LGBT la convierte precisamente en un gran ejemplo de representación.
Otro elemento criticable de las historias de amor trágicas es la representación de la discriminación como un mal externo químicamente puro a derrotar o ante el que sucumbir, y que puede llevar a ignorar que se trata en realidad de un problema sistémico compartido por todos y no de un nosotros contra ellos. Por eso me parece mucho más interesante la forma en la que
Moonlight
(Barry Jenkins, 2016) muestra cómo el personaje de Chiron termina replicando la misma masculinidad tóxica que causó la discriminación que sufrió en el instituto, cómo la personalidad de gangster peligroso y musculado que se forja es una coraza que protege una vulnerabilidad emocional enorme mediante la reproducción de la misma violencia de la que fue víctima en el pasado.
La representación es importante. Es importante porque uno configura su proyección de lo que quiere ser a través de los referentes que tiene disponibles, y una mayor pluralidad de estos referentes nos permite como sociedad ampliar el horizonte de lo que cada uno puede aspirar a ser, impidiendo que algunos se nos caigan por entre las grietas del sistema. La épica nos da historias simples con personajes y conflictos muy bien definidos y nos permite hablar de que un problema existe, además de crear unos primeros referentes fuertes e identificables. Pero le cuesta profundizar. Las historias trágicas de las que hablábamos al principio cumplen esta función. Sin embargo, conforme la sociedad avanza y se conquistan derechos, surge la necesidad de contar historias nuevas que traten los nuevos problemas que van surgiendo, y sobre todo de matizar más esos problemas y analizar más en detalle las complejas dinámicas que generan. Además de eso, es importante también que algunas obras intenten dibujar un horizonte en el que los conflictos externos han sido superados, construyendo una dirección en la que avanzar y siendo en sí mismas un argumento a favor de las bondades de hacerlo.
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